top of page
  • Black Facebook Icon
  • Black LinkedIn Icon
  • Black Twitter Icon
  • Black Pinterest Icon

Vuelta a la normalidad

  • Foto del escritor: Laura
    Laura
  • 4 jun 2020
  • 3 Min. de lectura

Ya me lo veía venir. Ya me veía venir el susceptible estado de ansiedad y el usual vacío de la vida real. Es curioso como la vida te ofrece una situación inesperada para que entiendas el juego de vivir. Y es que hemos estado jugando con las reglas equivocadas desde siempre, y solo me han hecho falta dos meses de encierro para darme cuenta del fallo garrafal que estaba cometiendo. Las reglas han cambiado, y una vez que lo entiendes, no hay marcha atrás. Si no las sigues, vas a perder, y mucho.






Encerrada en mi casa comprendí que el ritmo frenético al que estábamos acostumbrados es el que nos va desgastando día a día, que, aunque lo normalicemos, no deja de doler. Pero así es la vida, o al menos eso nos hicieron creer. Ir llegando tarde a los sitios no debería ser la sensación que nos persigue cada día, en cada momento. La vida requiere pausa, momentos de no hacer nada y que nos de tiempo a pensar, ser y respirar.


Encerrada en mi casa entendí que con la única persona con la que tengo que comprometerme es conmigo, asistiendo a aquello que el cuerpo me pida. Estamos hasta arriba de eventos sociales, nuestros móviles están llenos de conversaciones pendientes a ser contestadas y nuestras agendas están repletas de compromisos a los que pensamos que queremos asistir, pero esto solo es una mezcla de culpabilidad y sentimiento de pertenencia al grupo que hace que nos presentemos en reuniones vestidas de sonrisas forzadas. No quiero sentirme mal por pensar que cuando nos prohibieron el contacto con los demás sentí un gran alivio. Porque entonces no tuve opción a elegir y empecé a reunirme conmigo. El acto de escucharme y acompañarme me hizo sentir la plenitud que llevaba tiempo buscando fuera, entre risas y cervezas.


Encerrada en mi casa comprendí que hacer más no aporta más. Trabajar mas horas no es sinónimo de productividad. Pasar ocho horas a cambio de un sueldo no nutre, solo te quita el hambre física, pero sigue quedando un hueco insaciable en el estómago, que solo es posible cubrir cuando le aportas sentido. El sentido del valor incalculable que estas aportando al mundo algo que sale de muy dentro de ti, algo que de manera natural y sin esfuerzo ayuda a que tu trocito de mundo sea un poquito mejor. Pero nos han dicho que de los sueños no se puede vivir, y supongo que en el fondo de mi subconsciente existe una parte que todavía se cree esta castradora oración.


Encerrada en mi casa entendí que aquello que te enciende el motor y te activa la energía es dedicarte un ratito a ti. A hacer aquello que te hace sonreír, a sentir la pena y la dicha y a conectar con aquello que te apasiona. Pero la vida real, tal y como esta montada en la actualidad, hace que el tiempo que te queda libre te ayude a terminar el día con dignidad: con la casa limpia, la compra hecha y con un capitulo de tu serie visto para ayudarte a cubrir ese vacío, y al día siguiente, más de lo mismo. Solo cuentas con un fugaz fin de semana para hacer TODO aquello que disfrutas, y claro, entonces hasta el placer se convierte en obligación.


Cuando dejé de estar encerrada entendí que la cárcel no era mi casa, es la rueda de hámster de la que parece imposible salir. Me veo con la incapacidad de poder tomarme el tiempo para conectar conmigo por seguir normas no establecidas por mí. Y a todo esto, añádele la consciencia de lo que he aprendido y he sentido. Encontrar lo que te hace feliz e ignorarlo no combina bien. Ves que te has dejado atrapar de nuevo por la tela de araña hilada por nuestra sociedad, convirtiéndome en la víctima, esperando inmóvil a ser consumida.


Para volver a la normalidad nos dicen que hay un periodo de adaptación. ¿Adaptación para qué? ¿Para hacer que no nos duela la tortura diaria de la velocidad?


Puede que lo que tengamos que hacer es normalizar la otra realidad, aquello de parar, digo yo.

 
 
 

Comments


bottom of page